“Me echo de menos”

Me echo de menos porque cuando me miro en el espejo, no me reconozco.

Qué duro es…
Porque ocurre, y mucho más frecuentemente de lo que nos gustaría. Se lo oigo decir a personas de todas las edades, y de lugares muy diversos, -aunque, es verdad, que yo me he encontrado a más mujeres con esta sensación-, es algo que puede afectar a cualquiera, y se sufre mucho.
Hoy hablo de:
Cuando no te gustas.
Cuando no te convences.
Cuando no te caes bien.
Cuando no te ves.
Cuando no te sientes.
Cuando no te tienes ganas.
Cuando no te entiendes.
Cuando no te aceptas.
Cuando te enfadas.
Cuando te das pena.
Cuando te aborreces.
Cuando te cansas.
Cuando te sobras…
Cuando pasa algo de todo esto, te echas de menos.
Quieres volver a recuperar ese yo que alguna vez fuiste.
Volver a ser esa persona que eras y que no te molestaba tanto, incluso a veces te gustaba. La que alguna vez pensaba en sí misma. La que se cuidaba. La que sonreía más. Hablaba más. Hacía más. Existía más.
Quieres reencontrarte. Reconciliarte…
Una de las consecuencias más frecuente e invalidante que tiene esta incómoda sensación, es que dejas de pasar tiempo a solas. Se acabó el disfrutar de tu soledad. No puedes. No quieres. Le coges miedo. Te da ansiedad. Te sientes desprotegida, vulnerable, expuesta y como en constante peligro.
Así que siempre rodeada, siempre acompañada, siempre revisada.
Y poco a poco pierdes la independencia y la autonomía. Necesitas la aprobación de otros para casi todo, por creer a cualquiera más válido que tú. No te fías de ti, pierdes, por tanto, también la confianza propia…
sol visto a través de una reja, que simboliza nuestra propia prisión cuando "me echo de menos"

Vaya
mensajes internos que nos lanzamos con todo esto: no eres capaz, no vales, no sirves, no eres nadie, eres débil, tú no puedes, no mereces la pena.
Y, en consecuencia, aparece esa sensación de ser una sombra gris, un ente inespecífico que ni siente ni padece. El que no importa. El que pasa desapercibido. El que se ahoga en silencio, pero a gritos. El que se apaga de forma desesperada porque siente que le está abandonando también su voluntad….
Así que ya no desea, no decide, no observa. Tampoco aprende, ni retiene, ni expresa, ni comunica, ni responde, ni aprecia, ni desprecia, ni nada de nada….
Y todo esto por perdernos de vista a nosotras mismas en un momento dado. Por priorizar a otros, o por complacer, o por buscar pertenecer, por encajar, o por mil causas más.
Por todas esas enseñanzas, herencias y aprendizajes culturales que nos pesan infinito en las espaldas.
Nos olvidamos de que nos necesitamos completas y sanas para poder convivir en este mundo. Que aceptarnos nos ayuda a querernos, lo que nos hace también sentimos más seguras. Lo que nos hace más fuertes. Y lo que nos permite afrontar, estar y disfrutar.
Y para ello, ante todo, necesitamos escucharnos.
Permitirnos estar mal para poder volver a estar bien.
Entendernos, igual que comprendemos a los otros.
Darnos oportunidades.
Proponernos pequeños retos que nos faciliten logros. Así se nos despertará el sentido del orgullo hacia nosotras mismas. Y nos abrirá la motivación para querer más.
Validar y reconocernos esos pequeños logros. Porque hará que nos vuelvan las ganas de querer, de desear. Se nos activarán intereses que ayudarán a recuperar el deseo de vernos luchar.
Y seguir caminado poco a poco, sin prisa, pero sin pausa. Con tiento, pero con seguridad. Pensando en lo que hacemos en cada momento para ser conscientes.
Para tenerlo en cuenta, y poder, de nuevo, analizar, reflexionar, decidir, aprender y disfrutar.
 
Ana Sainz-Pardo
 
Foto de Suzy Hazelwood

Foto de Jimmy Chan

Deja un comentario